22.1.13

La lectora y la fiebre




La lectora siente la piel colorada como si estuviera asomándose a una olla con un guiso humeante. Con cada página que avanza se acalora más. Las palabras le exigen que se desabrigue. Pero se queda inmóvil; la pequeña lectora duerme en su regazo y moverse equivaldría a despertarla. ¿Debería dejar de leer hasta que termine su siesta? Para variar, no lo hace: pasa otra página. Entonces nota que la pequeña lectora va tomando temperatura. Como si las palabras también le afectaran. La lectora piensa que si la pequeña escucha su lectura silenciosa, ya es hora de seleccionar cuáles libros leer en el caso de tenerla a upa. O seguir igual, sin filtros, y ver qué pasa.

15.1.13

La lectora a solas




A veces le preguntan a la lectora qué interpretó de este o aquel libro. Es como preguntarle de qué color es la ropa interior que lleva puesta. Por lo general, no responde. Da vueltas, cambia de tema. Y cuando encuentra un libro del que de ninguna forma va a opinar (suele ocurrir que ni siquiera ella sabe qué le ve, aunque la atrape), lo lee a solas. Se va a un lugar donde nadie la encuentre y no vuelve hasta haberlo terminado. En eso está ahora. Sigamos de largo.

8.1.13

La pequeña lectora y una reseña de Catalinas Sur

La pequeña lectora empieza el año leyendo una novela.



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En el número 28 de la revista Narrativas, aparece la reseña que Vanessa Alanis hizo de Catalinas Sur. Para descargar la revista en PDF, pueden entrar aquí. La reseña también aparece en el blog de Vanessa
Y hay más novedades sobre Catalinas... pero hasta que no se concreten, mejor no decimos más :-)

1.1.13

La lectora en Santa Clara, por Cecilia Sorrentino


Queremos mucho a Ceci Sorrentino. Ella se fue de viaje a Cuba, y volvió con este post para nuestro blog. Muchas gracias. Casualidad o no, lo subimos el primero de enero (para entender hay que leer el texto de Ceci). 
Feliz año para todos :-)
La lectora


El patio de la antigua casona de Santa Clara era el sitio ideal para leer por la tarde. La exuberancia de las plantas, el murmullo de la fuente, los techos altísimos y las buganvillas de la pérgola anticipaban el fresco del anochecer.
En el rectángulo de cielo que enmarca la galería apareció la luna y sonó una vez más la bocina de un tren. ¿Habría alguna razón para que los trenes insistieran con su bocina al pasar por Santa Clara? Quizás –pensé- se debe al gusto de los cubanos por la conversación. Si en La Habana los había visto detenerse a conversar en medio de la calle, por qué no lo harían aquí en medio de las vías.
Regresé a la lectura y en la página quinientos ocho de La consagración de la primavera leí el párrafo en el que Alejo Carpentier cuenta los últimos días del cincuenta y nueve, en Santa Clara:
“Y, al día siguiente, con casi estrepitosa alegría: ¡se jodió el tren blindado! ¡Se rindieron los trescientos cincuenta hombres que había dentro!... ¡Y sigue la batalla!... Y, el primero de enero, la extraordinaria, la prodigiosa noticia, que ya corría alborotosamente de boca en boca, en alborada de nuevo año: Batista había huido de La Habana, volando –parece- a Santo Domingo”.*
Decidí que en esas líneas estaba la razón. ¿O no es verdad que el descarrilamiento del tren blindado persiste orgullosamente vivo en la memoria de la gente de Santa Clara?


*La consagración de la primavera. Alejo Carpentier. Siglo Veintiunos Editores. Méjico, 1998.